Vuelvo a mi pipa, cargo la cazoleta con un tabaco que nunca termina de satisfacerme del todo: la mezcla oriental de la Compañía Americana de Tabacos a la que le agrego un poco de latakia de Siria que compro por separado. Mi dedo índice queda pegajoso y oscuro cuando termino de asentar las hebras en la cazoleta, señal de que el tabaco no es muy bueno. Le habrán agregado alguna porquería, pienso, aunque la etiqueta en el envase dice “sin saborizantes ni aditivos artificiales”. De todas maneras, el latakia lo mejora, le da un toque ahumado y penetrante que me gusta mucho.
Fumo.
Envuelto en el humo denso y blancuzco busco la serenidad que acompaña mis fumaradas, pero la pregunta me incomoda: ¿esto sirve para algo? ¿qué es eso de “escucho de oficio, sin amor, vacío de interés”?
Parezco una puta, pienso. No es la primera vez que se me atraganta esa comparación: brindo por una tarifa la escucha, el consuelo y el desahogo que las personas no encuentran en sus vínculos de verdad. Una intimidad paga, efímera y artificial, como de puta cara. Culta, solícita, respetuosa, pero puta al fin. Hay dos profesiones que no debieran existir: putas y psicólogos. Solo un mundo bien enfermo necesita de putas y psicólogos.
Eso pienso cuando me descubro trabajando sin amor, de oficio, vacío de interés. Pensamientos que no diría en voz alta, comparaciones secretas que brotan como flores de días grises.
Me pregunto cómo es que este día que amaneció perfecto se me ha agrisado así, tan de repente y me respondo que
Matilde es una mala excusa que ni lo intente que la pobre nada tiene que ver que no me engañe, que ese escéptico que soy a veces me nubla el alma y, como me decía mi amiga Jazmín, de repente me oscurezco sin saber por qué.
Y te oscurecés de verdad, decía, se te va el brillo de los ojos, te ponés pálido y una nube oscura te flota alrededor de la cabeza. Y ella podía ver esas cosas. No las inventaba, las veía.
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