Ya no me divierte trabajar como antes. Estoy cansado. Aburrido de las quejas de las Matildes. Antes no fumaba frente a los pacientes. Ahora no puedo atender si no fumo. Mal síntoma, lo sé: pongo una barrera defensiva, una cortina de humo que me separa, que me protege. ¿Pero me protege de qué?
Cuando era estudiante leí que la psicología clínica era una profesión de riesgo. No me lo pude creer. El estudio decía que la tasa de internaciones psiquiátricas, el suicidio y la prevalencia de enfermedades graves era más alta entre los psicoterapeutas que entre otros profesionales. Raro. En aquellos tiempos veía a los psicólogos como una especie de paladines de la salud mental. Conocedores de los vericuetos y mecanismos de la mente, la tenían clara. Apoltronados en sus cómodos sillones, manejando el tiempo a su antojo, sin jefes a quienes rendir cuentas, libres de las presiones laborales del común de los mortales, estudiando, leyendo, ejerciendo una vocación de por sí liberadora, ¿enfermándose de qué? Me daba risa.
Ya no me río. ¿De qué me río últimamente? De casi nada me río.
Me río con Flopi, a veces con Mora. Una colega veterana me dijo el otro día que ya no leía novelas, ¿para qué? si con las historias de sus pacientes le alcanzaba y sobraba. Y se reía mientras lo decía buscando mi complicidad, y yo sonreía con mi sonrisa vacía, esa de evitar conflictos, asentía y me abstenía de confesar que a mí leer novelas todavía me gustaba, y que las historias de los pacientes no me divertían en absoluto, que me aburrían o me fastidiaban o me entristecían o me desafiaban o me enojaban o me enternecían o me despertaban distintas emociones, pero divertirme… nada.
La psicoterapia es una profesión mortalmente seria. Y me siento enfermo de seriedad.
Matilde espera mientas apoyo la pipa sobre la mesa. Inclinarme dispara una puntada de dolor en mis vértebras lumbares. Apoltronarse por horas en el cómodo sillón del terapeuta causa lumbalgia. Nadie te enseña eso en la universidad. Con la pipa en el cenicero la tos de mi paciente desaparece por completo y Matilde se larga a hablar con verborragia desenfrenada, como un dique al que le han abierto las compuertas inunda mi consultorio con relatos intrascendentes y precisión de detalles insignificantes. Matilde crece a medida que avanza su discurso, se va inflando y se desquita por todo lo que ha callado durante la semana, se indigna y lanza estocadas aquí y allá como un espadachín enfebrecido que combate contra cincuenta adversarios invisibles. Ya no queda nada de su mirada de vaca buena. Sus ojos brillan.
La escucho. La escucho bien. La escucho de oficio. La escucho sin amor, vacío de interés. La escucho sin memoria ni deseo, tejiendo en mi interior palabras con sentido que voy rescatando de su parloteo quejumbroso. Como esos solitarios buscadores de joyas perdidas que, a orillas del mar, con su detector de metales barren la arena para rescatar anillos, aretes, colgantes que los turistas pierden durante sus vacaciones de verano.
Matilde se desagota y se calla y su mirada pide disculpas “espero no haberte ofendido mi enojo no es contra vos”, “ya lo sé, querida” le dicen mis ojos y con voz de terapeuta comprensivo le ofrezco las piezas recién desenterradas, se las regreso en un tejido de retazos que ella acepta agradecida como siempre, y se arrellana en su sillón cubriéndose confortada con mi manta de palabras.
“Sos el único que en verdad me comprende”, dice. “Lo sé, Matilde, pero ¿esto te sirve?” “Claro que me sirve, me siento mucho mejor”. Sí, pienso, pero ¿esto sirve para algo?
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